miércoles, 5 de octubre de 2011

Lunáticas


Cuando nací, mi madre me regaló la luna. A mi hermano mayor le había regalado sol y después al pequeño le regalaría el viento. Quién sabe qué hubiera hecho si hubiera tenido más hijos. Podría haber continuado apropiándose de elementos y haberles regalado el mar o las olas, las montañas o el cielo. Pero a mí me regaló la luna y hoy sé que no sabía, mi madre, lo que influyó después ese extraño regalo en lo que fue mi vida.

No sé cuando fui realmente consciente de ello, pero un día, una noche como tantas en las que daba vueltas por la casa sin encontrar el sueño, me paré en la ventana para observar la calle. Y de pronto la vi. Allí estaba, redonda e impactante, gobernando en un cielo tan oscuro que apenas si dejaba vislumbrar las estrellas. Era clara y perfecta, llena, proyectando su aura que se iba diluyendo conforme se alejaba de sus formas, poco a poco, hasta que se perdía entre la oscuridad. Puede que fuera entonces, o quizá mucho antes, cuando al final lo supe. Supe que aquella luna, desde siempre, había marcado todos y cada uno de mis pasos errantes, y seguiría marcando los que aún, si tenía suerte, me quedaran por dar.

En ella percibí la misma soledad que yo sentía, la misma fortaleza que se mostraba un día para ir deshaciéndose después, en los siguientes, hasta quedarse en nada, -no como el viento ni como el sol, siempre tan consistentes, siempre tan implacables-. En la luna encontré mi atracción por lo oscuro, el imán que me mueve hacia lo más difícil, mi afán por imposibles. Reconocí en su forma mi pasión por la noche y todo lo que esconde, el miedo al nuevo día, la fiel necesidad de tener un rincón donde poder perderme y alejarme del mundo, un rincón en el día donde escondernos, ella primero y yo siempre detrás, de todo lo que ocurre al margen de nosotras, y de nosotras mismas.

Tanto ella como yo tenemos varias caras. Una es fuerte y segura, y otra pequeña y débil. Y entre medias hay miles de caras como grados de lo que nunca fuimos o seremos por siempre. Crecemos y menguamos de forma progresiva, junto con la ilusión y nuestro brillo, junto con el dolor y el desamparo.

Pero existe otra cosa, por encima de todo, que las dos compartimos. La no resignación. Por eso cada día luchamos incansables sin dejarnos caer. Llueva o truene en su cielo, se oscurezcan mis días o enreden mis caminos, cada noche nosotras volvemos a salir a buscar nuestras fuerzas, el esplendor radiante que rozamos apenas unos pocos momentos de nuestra larga vida, la luz que nos permita desafiar a la noche. Aunque luego esa fuerza se nos vaya apagando y vayamos menguando, otra vez, poco a poco, la oscuridad nos pueda hasta casi borrarnos, hacernos invisibles, pura intuición. O nada.

Y entonces, cuando solo la noche y su ausencia de luz nos cubre por completo, cogemos aire, apretamos los dientes, y tomamos impulso con todas nuestras fuerzas.

Cíclicas infinitas, ella tal como yo, yo siempre como ella, unidas sin saberlo en nuestra eterna danza. Lunáticas y erráticas. Y siempre testarudas.

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