lunes, 20 de junio de 2011

Astillas


Recuerdo la longitud y la oscuridad de ese camino que me llevaba de mi habitación al cuarto de estar, del hall al cuarto de mis hermanos o de la cocina a ningún sitio, cuando se convertía en parte de un círculo vicioso en el que me adentraba una y otra vez subida en mi patinete rojo, huyendo de los gritos de mi madre advirtiéndome de que iba a destrozar el parquet de madera. Recuerdo sus altos techos y los pobres apliques que apenas conseguían darle vida y que alguna vez ocultaron las joyas de mi madre durante los meses en los que no pudo recordar dónde las había escondido. Recuerdo la cola y el papel, un pequeño rodillo manchado de pintura blanca, y unas estanterías repletas de sacapuntas con formas antiguas. Y me recuerdo en una de las fotografías de los marcos que mi abuela exponía en él a modo de museo.

Recuerdo todas y cada una de sus ocho entradas y sus cinco puertas por las que poco a poco fueron entrando los años y el presagio de lo que sería mi vida. Recuerdo cómo por él apareció mi primera guitarra, mi primera libreta, mi primera ilusión. Como también recuerdo, o tal vez imagino, cómo la realidad lo recorrió una tarde cuando el sonido del timbre de la puerta lo cubrió todo de gritos y de llantos.

Recuerdo especialmente las noches en las que se cargaba de sombras. Recuerdo al hombre verde que vivía en los ojos de mi hermano pequeño, sentado sobre una maleta bajo el arco que le daba fin. Recuerdo aquel recodo que escondía el teléfono y unas llamadas sin voz que traían la amargura a los ojos de mi madre. Y recuerdo las bienvenidas que, cada cuatro meses, lo cubrían de luz y de carteles.

Pero sobre todo recuerdo cómo cada día me enseñaba lo que era el dolor de la mano de esos fragmentos que se clavaban en mis pies por no haber escuchado las advertencias de mi abuela y haber abandonado, como siempre y otra vez, las zapatillas debajo de mi cama. Recuerdo los alfileres con los que mi madre y mi abuela trataban de sacarlas de mi cuerpo. Y recuerdo mis gritos negándome a dejarlas a hacer.

Recuerdo todo hoy, cuando pagaría por poder subirme de nuevo en mi patinete rojo para huir, aunque fuera en círculos, anhelando que todo el dolor que se acerca a mi vida pudiera resumirse en las astillas clavadas en mis pies, esperando que toda la oscuridad que ahora conozco pudiera esconderse, como entonces, en el fondo de ese largo pasillo que ahora, ya, ni tan siquiera existe.

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