jueves, 27 de octubre de 2011

Falsas memorias. Recuerdos olvidados

El reloj ha avanzado transformando los días en semanas, las semanas en meses y los meses en años. Echo la vista atrás y no distingo que ha pasado entretanto. Entre el día fatal cuyo recuerdo se va haciendo más pobre en mi memoria y este día en que escribo acusando la ausencia.

Tu risa me venía por momentos, de forma inesperada, golpeando las riendas de mi mente e inundando mi cuerpo de nostalgia. Ahora, porque aparezca, tengo que establecer un triste rito. Cierro los ojos, pienso, trato de recordar. Imagino que aquella que llega a mi memoria es igual a la tuya. Pero ya no lo sé. Te me has debilitado en las entrañas. Contra todo pronóstico, y en contra del deseo de mantenerte cerca, dentro de mí, a seguro, menguaste entre mis días y el paso de los años.

Antes casi sentía tu presencia silente. Hoy apenas estás. Preciso de buscarte para traerte aquí. Nunca todo lo cerca que hubiera deseado. Siempre todo lo lejos que te fuiste.

Entre noches y sueños, mientras surco la vida de espaldas a tu huída, cuando todo camino que tomo es ciertamente el camino que hubieras despreciado, cuando soy, aún si cabe, más tú de lo que fuiste, tú eres, aún si cabe, menos yo por momentos.

Pero aún así me aferro a la falsa memoria del recuerdo de ti. Necesito de él para seguir viviendo esta nuestra no-vida.

Ya que la vida pasa, ojalá se pudieran congelar los recuerdos, guardarlos bajo llave, saber a cada instante que si los necesitas estarán a resguardo. Abrirlos solamente en las noches más frías. Dejarlos que traspasen los ojos, las entrañas, que naveguen en círculos por nuestro cuerpo inerte, hasta llegar allí donde solo se alojan sentimientos. Dejar que reconforten nuestros cansados pasos, acurrucar la mente mecida entre sus brazos, y dejarlos después en su lugar correcto.

Ojalá tantas cosas no fueran necesarias.

Ojalá nuestra vida no fuera tan humana.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Lunáticas


Cuando nací, mi madre me regaló la luna. A mi hermano mayor le había regalado sol y después al pequeño le regalaría el viento. Quién sabe qué hubiera hecho si hubiera tenido más hijos. Podría haber continuado apropiándose de elementos y haberles regalado el mar o las olas, las montañas o el cielo. Pero a mí me regaló la luna y hoy sé que no sabía, mi madre, lo que influyó después ese extraño regalo en lo que fue mi vida.

No sé cuando fui realmente consciente de ello, pero un día, una noche como tantas en las que daba vueltas por la casa sin encontrar el sueño, me paré en la ventana para observar la calle. Y de pronto la vi. Allí estaba, redonda e impactante, gobernando en un cielo tan oscuro que apenas si dejaba vislumbrar las estrellas. Era clara y perfecta, llena, proyectando su aura que se iba diluyendo conforme se alejaba de sus formas, poco a poco, hasta que se perdía entre la oscuridad. Puede que fuera entonces, o quizá mucho antes, cuando al final lo supe. Supe que aquella luna, desde siempre, había marcado todos y cada uno de mis pasos errantes, y seguiría marcando los que aún, si tenía suerte, me quedaran por dar.

En ella percibí la misma soledad que yo sentía, la misma fortaleza que se mostraba un día para ir deshaciéndose después, en los siguientes, hasta quedarse en nada, -no como el viento ni como el sol, siempre tan consistentes, siempre tan implacables-. En la luna encontré mi atracción por lo oscuro, el imán que me mueve hacia lo más difícil, mi afán por imposibles. Reconocí en su forma mi pasión por la noche y todo lo que esconde, el miedo al nuevo día, la fiel necesidad de tener un rincón donde poder perderme y alejarme del mundo, un rincón en el día donde escondernos, ella primero y yo siempre detrás, de todo lo que ocurre al margen de nosotras, y de nosotras mismas.

Tanto ella como yo tenemos varias caras. Una es fuerte y segura, y otra pequeña y débil. Y entre medias hay miles de caras como grados de lo que nunca fuimos o seremos por siempre. Crecemos y menguamos de forma progresiva, junto con la ilusión y nuestro brillo, junto con el dolor y el desamparo.

Pero existe otra cosa, por encima de todo, que las dos compartimos. La no resignación. Por eso cada día luchamos incansables sin dejarnos caer. Llueva o truene en su cielo, se oscurezcan mis días o enreden mis caminos, cada noche nosotras volvemos a salir a buscar nuestras fuerzas, el esplendor radiante que rozamos apenas unos pocos momentos de nuestra larga vida, la luz que nos permita desafiar a la noche. Aunque luego esa fuerza se nos vaya apagando y vayamos menguando, otra vez, poco a poco, la oscuridad nos pueda hasta casi borrarnos, hacernos invisibles, pura intuición. O nada.

Y entonces, cuando solo la noche y su ausencia de luz nos cubre por completo, cogemos aire, apretamos los dientes, y tomamos impulso con todas nuestras fuerzas.

Cíclicas infinitas, ella tal como yo, yo siempre como ella, unidas sin saberlo en nuestra eterna danza. Lunáticas y erráticas. Y siempre testarudas.