viernes, 29 de abril de 2011

El naufragio


Al fin abrí los ojos. Y con la nueva luz, aquel océano que una vez creí ver tras tu mirada se transformó en un mar de olas infinitas.

Me acerqué a tus orillas para otearte el fondo. Bajo todas las algas percibí sólo piedras, arenas movedizas, maremotos ocultos. Pero soy temeraria o inconsciente. Por eso así los remos y me subí a la barca que un día me construiste. Fui adentrándome en ti, te navegué a conciencia, me perdí en tu marea errática y dispar como un Cousteau curioso. Náufraga entre tus olas disfruté de la brisa y gocé de la extraña sensación del marino cuando se sabe preso de unos brazos de mar. Cuando sólo la espuma que salpica la barca esconde ya en sí misma toda la inmensidad y sus misterios.

Entonces cambió el viento. La fuerza que adoraba se volvió peligrosa. Mi barca se escoraba dejándome indefensa al paso de tus olas. Se hizo cruel tu resaca, me arrastraste sin freno y a tu antojo con tu aire de Medusa. Y al borde de tu abismo, perdida allá en lo hondo, cuando toda la tierra no era más que espejismo, me topé con tus rocas impidiéndome el paso.

Eché la vista a popa, busqué en tu hidrografía la ruta de retorno para virar mi rumbo, huir de tu oleaje, salir de ti, del sueño de ser un navegante en un mar agitado, volver a tierra firme. Luché, tal como Owen, desde Homero hasta Conrad por leer en tu arena cómo hallar mi salida.

Pero entonces lo vi. Al fondo de mi barca, diminuto y oculto, dejaste un agujero por donde se colaba tu extraña liquidez.

Para estas ocasiones, siempre llevo un chaleco salvavidas al fondo de mi bolso. Ahora, mientras con las dos manos trato de forma inútil de achicarte, intento comprender al mismo tiempo por qué sólo esta vez lo abandé en la orilla...

domingo, 10 de abril de 2011

Con tu último abrazo,
recogiste del suelo tu camisa de cuadros,
buscaste tus zapatos debajo de la cama,
llenaste tus bolsillos con todas tus señales
y me dijiste adiós.

Al borde la puerta,
vi como deshacías el camino que andamos
hacía ya algunas horas,
cómo rebobinabas las horas con los pasos,
cómo por el pasillo que conduce a la entrada
borrabas con tus prisas las ganas de sabernos,
las verdades a medias que nunca nos contamos,
el sueño de tenerte, de nuevo, a mi costado,

Lo que nunca diré y que callo, orgullosa,
porque me puede el miedo de que no reconozcas
mi voz, si lo pronuncio,
de que no me acompañes otra vez,
otra noche,
por el mismo pasillo por el que ahora te alejas
hacia ese otro lugar,
hacia ese tu otro mundo, en el que yo no existo,
donde habitan más cuerpos, más bocas,
muchas manos,
donde no eres aquél que a veces reconozco
cuando dejas caer todos los antifaces
en noches como esa,
antes de recogerlos junto a tus pertenencias
y volver a alejarte.

Al borde de la puerta,
el miedo y la nostalgia de saber que he perdido
se apoderan de mí.

Al borde de la puerta,
solo espero que un día, cuando aún no sea tarde,
tenga al fin el valor de decir lo que callo:
No te vayas, aún no,
deja que me refugie otra vez en tu abrazo,
deja que me descubra, por fin,
que muestre el sentimiento que me empuja a tus brazos,
que haga luz en la oscura neblina que hoy habita
aún entre nosotros,
que muestre mis heridas para que al fin comprendas
que miento cuando callo y agacho la mirada
para decirte adiós,
fingiendo que no importa que tomes el pasillo
desandando tus pasos,
que miento cada noche
negando que no hundiste mi armadura y mis muros,
que no me desarmaste una tarde, hace tiempo.
Que no te necesito.

Al borde de la puerta,
cuando veo a tu urgencia salir en pos del día
sueño con que la noche regrese a visitarnos.

Y continúo callada.
Al borde de la puerta,
al borde del abismo que solo yo he creado,
con el miedo y tu ausencia mirándome de frente.